//Nicole Fuentes//
El miedo se define como una sensación de angustia por la presencia de un peligro real o imaginario.
Yo he sido rehén de esa sensación gran parte de mi vida y por años mi estrategia para lidiar con ella fue sacarle la vuelta.
“Fuera de mi vista, fuera de mi mente” era mi frase de batalla y entre mis armas preferidas estuvieron siempre los verbos: evadir, escapar, ignorar, desaparecer. Utilizaba otros trucos también… taparme los ojos para no ver, los oídos para no escuchar o hacer un muro de contención con mis dientes para evitar que salieran palabras que pudieran causar problemas.
Nunca logré vencer temores con esa táctica.
Además, la opinión del miedo fue siempre muy importante para mí, así que antes de tomar cualquier decisión me aseguraba de consultarla con él.
Gracias a su siempre disponible orientación acumulé una buena cantidad de ideas no concretadas, oportunidades perdidas y experiencias no vividas.
Un mañana, durante una caminata en mi montaña favorita, entendí que a míme movía el miedo, más que el amor. A partir de ese momento, las cosas empezaron a cambiar.
Empecé a sentir curiosidad por mirar al miedo y el valor para intimar con él.
Ahora lo conozco mucho mejor.
Reconozco su presencia en mi cuerpo. Sé que en ocasiones me envuelve con una sábana fría, altera mi ritmo cardiaco saltándose latidos, aprieta mi garganta y me paraliza. Otras veces, me inyecta una ráfaga de aire caliente que viaja de pies a cabeza, desboca mi corazón, tensa mis músculos y me impulsa a salir corriendo a toda velocidad.
Conozco a la mayoría de mis temores por nombre, he investigado de dónde o por qué vienen; eso los hace menos escabrosos y más manejables. Algunos de mis miedos, incluso, ya están en la lista de especies en peligro de extinción.
La función del miedo es protegernos del peligro. Los humanos tenemos cableado un sistema de supervivencia que activa el mecanismo “pelea, escapa o paralízate” ante la presencia de una amenaza real o percibida.
Escapar de eso que nos da miedo es casi siempre nuestro primer impulso. Y es una excelente idea para esas ocasiones en que nos persigue un oso hambriento por la calle o una persona grita al tiempo que saca un arma en el restaurante donde estás comiendo. En otras palabras, funciona de maravilla cuando el miedo proviene de una amenaza real perfectamente identificable y que obliga a la acción.
No lo es tanto cuando se trata de echar a volar un proyecto, desarrollar una idea, aceptar una invitación, taparnos la vista ante realidades dolorosas o expresar tus opiniones. Tampoco sirve de mucho cuando nos sentimos atemorizados, pero no sabemos exactamente por qué.
Escapar de un miedo no identificado o evadir uno ya conocido es, en el mejor de los casos, un tratamiento paliativo que alivia pero no corrige el problema de raíz.
Recientemente me topé con un poema muy bello de Marsha Truman Cooper que se llama “Fearing Paris” –Temiendo a París-.
Hace alusión al intento que hacemos las personas de aislar el miedo, de contenerlo en un espacio, de pintar una raya y mantenernos del otro lado lo más lejos posible. Pensamos que si guardamos nuestro temor en un clóset, entonces lo único que tenemos que hacer es asegurarnos de no abrir la puerta.
Esto es misión imposible. Los miedos desatendidos no saben de jaulas, límites ni de puertas cerradas. Invariablemente encuentran la manera de alcanzarnos.
La única manera de salir de los miedos es atravesándolos y este es el mensaje del artículo de hoy. La próxima semana hablaremos sobre algunas estrategias para enfrentarlos y salir de ellos.
Y tú… ¿Sabes cuáles son los miedos que tienes que atender?