Imagina un mundo donde cada persona, con pequeñas acciones diarias, contribuye a un cambio positivo. Ahora, reflexiona: ¿qué pasaría si cada uno de nosotros hiciera más de lo que sí funciona y menos de lo que no? 

Este simple principio podría transformar el curso de la humanidad.

En el corazón de esta filosofía está el meliorismo, una creencia que deriva del latín “melior” (“mejor”) y sostiene que el mundo puede ser mejorado a través del esfuerzo humano. No es un optimismo ciego ni un pesimismo paralizante, sino un equilibrio pragmático: reconocemos los desafíos, pero también nuestra capacidad de actuar para superarlos.

Para mejorar el mundo, primero debemos verlo con claridad. La conciencia es el primer paso hacia el cambio. Implica detenernos a observar qué funciona, qué no y cómo podemos redirigir nuestros esfuerzos hacia lo que genera resultados positivos.

Piensa en los grandes desafíos de hoy: el cambio climático, la injusticia social o la desigualdad económica. Aunque parezcan problemas abrumadores, el meliorismo nos recuerda que cada acción, por pequeña que sea, tiene un impacto. La clave está en enfocarnos en soluciones que sumen, dejando atrás las prácticas que perpetúan el problema.

Un ejemplo poderoso de este principio es el trabajo en comunidad. Por ejemplo, un barrio afectado por la contaminación. A simple vista, el problema parece insuperable. Pero cuando los vecinos se organizan para limpiar sus calles, implementar programas de reciclaje y exigir políticas sostenibles, las cosas comienzan a cambiar.

Este enfoque no requiere gestos heróicos. Se trata de identificar aquello que funciona y multiplicarlo así como identificar lo que impacta negativamente para reducirlo. Hacer más de lo que crea armonía, construye puentes y fomenta el bienestar. 

Cada pequeña acción es un acto de esperanza activa.

El meliorismo tiene profundas raíces filosóficas. Durante la Ilustración, pensadores como William James y John Dewey defendieron la idea de que el progreso es posible a través de la acción colectiva, la educación y la reforma social. Hoy, enfrentamos retos que sus mentes no podrían haber imaginado, pero el mensaje permanece: tenemos el poder de influir positivamente en el mundo.

No se trata de esperar a que otros lideren. Se trata de convertirnos en protagonistas, de entender que nuestras decisiones cotidianas —desde cómo consumimos hasta cómo nos relacionamos— pueden construir un legado de mejoría. 

Adoptar esta filosofía comienza con acciones simples:

  • Reflexionar sobre nuestros hábitos: ¿Cuáles contribuyen al bienestar propio y colectivo y reconocer también cuales afectan negativamente?
  • Celebrar lo positivo: Cuando algo funciona, hazlo crecer.
  • Colaborar con otros: El cambio colectivo amplifica los esfuerzos individuales.
  • Aprender del fracaso: Cada contratiempo es una lección para ajustar el rumbo.

Pequeños pasos, cuando se toman con intención y consistencia, crean un impacto significativo. La clave está en persistir.

El mundo no necesita más discursos vacíos; necesita acciones reales y consistentes. 

Tus acciones no sólo guían tu camino, sino que inspiran a otros a seguir. 

William James nos dejó un recordatorio atemporal: 

“El mayor uso de una vida es gastarla en algo que perdure”.

El cambio no es algo que sucede fuera de nosotros. Tú eres el cambio que el mundo necesita. 

 

Arlen Solodkin,
Directora del Instituto de Bienestar Integral.

Comparte este artículo: